LA MISIÓN DE LLEVAR LA CULTURA HASTA EL LUGAR MÁS RECÓNDITO DEL PAÍS

Si entendemos la cultura en sentido amplio, esto es, como la producción/consumo material y simbólica de un grupo humano determinado, e incluso en su acepción restringida —los rasgos identitarios de la nación—, la importancia de una política pública con respecto de ella es fundamental para el Estado. En uno y otro caso la cultura es un factor de cohesión, agrega dentro de la diversidad. Asimismo, al incorporar los órdenes material y simbólico, la cultura atraviesa todo el edificio social, conforma el tejido básico de la convivencia civilizada.

Ahora bien, la cultura no es algo que se “enseñe”, es distinta de la instrucción pública; en consecuencia, demanda un espacio y recursos propios. A pesar de este carácter extraescolar, la cultura contribuye a la formación integral del individuo, genera una disposición al intercambio y la cooperación, potencia el raciocinio y las disposiciones estéticas, y coadyuva a crear ciudadanía. No es prescindible ni tampoco superflua, sino necesaria y constitutiva (de significados, valores, objetos, identidades, modas). Tan es así que solemos atribuir los fracasos nacionales a la “falta de cultura”: deportiva, democrática, científica, cívica, “de la legalidad”, del ahorro, histórica y a la inapelable “cultura de la derrota”. Y los logros a la cultura “del esfuerzo”, “del sacrificio” y cosas todavía más cristianas.

No obstante su naturaleza colectiva, la cultura no es uniforme ni tampoco única, es plural. De hecho, México es un país pluricultural y me atrevería a decir plurinacional, por lo que la cultura no tiene uno sino muchos centros, sin comprometer con ello su vocación integradora de la sociedad. Y esto se debe tanto a la enorme variedad de modos de vida, lenguas, tradiciones, comunidades (con sus historias particulares), como a la desigualdad social que distorsiona la distribución del nombrado tecnocráticamente “capital cultural”, haciendo énfasis en lo que se acumula y no en lo que se produce socialmente.

¿Cómo podemos hacernos cargo de todo esto y proponer líneas de una política pública viable? En tanto proceso de producción/consumo material y de significados, y solamente refiriéndonos a una de sus múltiples facetas, la cultura requiere políticas de fomento para incentivar a los creadores, sean artesanos, cultivadores de las tradiciones, intérpretes o grandes artistas. Cada uno en el ámbito respectivo necesita dinero para producir sus obras, adquirir materiales y exponerlas al público, esto es, al consumidor de los objetos estéticos, que exige foros, museos, auditorios, bibliotecas, archivos, librerías y demás. Concomitante a ello, está la reproducción de los saberes artesanales y artísticos, lo cual demanda la creación, equipamiento y manutención de talleres, escuelas y academias (con el respectivo personal docente y de apoyo), además de becas, para formar las nuevas generaciones de practicantes de las artes, y subsidios, para las que no son especialmente favorecidas por el mercado o cuyo gasto en insumos y circulación son elevados.

Aparte del fomento de las artes y de la cultura en sentido amplio, resulta indispensable la distribución de los recursos con criterios no centralistas, más todavía si las consideramos en plural, dada la diversidad del país y la desigualdad extrema que tolera. Esto pasa no únicamente por atender las capitales de los estados, antes bien debe ocuparse de las comunidades que son los núcleos básicos de la producción cultural. El dinero público ha de filtrarse hacia ellas de modo que alimenten sus prácticas y dispongan de canales para distribuir sus objetos en circuitos más amplios que el mercado local. Sumado a ello, el Estado podría jugar un papel en la protección de la propiedad intelectual de los objetos artísticos elaborados en las comunidades, frecuentemente vulnerada por los consorcios privados transnacionales.

La cultura también es patrimonio (tangible e intangible) y éste requiere otro tipo de intervención pública, hasta ahora fundamentalmente bajo responsabilidad tanto del Instituto Nacional de Bellas Artes como del Instituto Nacional de Antropología e Historia. ¿Qué debe preservarse? ¿Cuáles son los alcances de la restauración? ¿Es legítimo dar un uso a los edificios distinto del propósito con el que fueron creados? ¿Han de reconstruirse las zonas arqueológicas o solamente deberán excavarse y exhibirse tal cual? ¿Cómo ampliar, mantener y enriquecer los acervos artísticos, acústicos, gráficos, documentales, bibliográficos, históricos, fotográficos, etcétera? ¿Convendría crear museos estatales y locales además de fortalecer sus colecciones? ¿Qué tanto debe participar la iniciativa privada en estos asuntos y con base en qué reglas? ¿Cuáles medidas habrán de tomarse para evitar el saqueo del patrimonio cultural y conseguir la recuperación de los objetos hurtados? ¿Cómo fortalecer los museos estatales y locales para evitar el triste espectáculo de salones espaciosos, pero con poco o nada que exponer?

Cualquiera de las decisiones que se tomen supone conocimientos, además de recursos económicos y humanos, por lo cual es condición indispensable subvencionar las escuelas y laboratorios de restauración (pienso a manera de ejemplo en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía o en los centros que alberga el Centro Nacional de las Artes), así como la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la cual forma a especialistas en los distintos campos de estas disciplinas. Pero no sólo eso, también convendría crear escuelas y centros de estos perfiles en distintas regiones y comunidades del país. ¿Qué tal una sucursal de la Cineteca Nacional en cada alcaldía de la Ciudad de México y también en cada capital estatal, cuando menos para que honrara el adjetivo “nacional”?

La cultura histórica juega un papel relevante en la conformación de las identidades colectivas. Fuera de la práctica profesional de la disciplina, y de su conformación como saber especializado, la historia cristaliza como memoria en museos, monumentos, plazas y en la nomenclatura de calles, colonias y grandes obras de ingeniería. El centro de la Ciudad de México nombraba todavía en el siglo XIX a sus calles de acuerdo con la especialización de los oficios proveniente de la Colonia: Plateros, Casa de Matanza o Rastro, Mecateros, Tlapaleros. Denominadas posteriormente Francisco I. Madero, Fray Servando Teresa de Mier, 5 de Mayo, 16 de Septiembre, respectivamente. ¿Será necesario que en el país 14 mil calles lleven el nombre del Padre de la Patria o 7 mil Independencia? ¿Alguien sabe por qué una vialidad cercana al Viaducto se llama Obrero Mundial o por qué en un guiño a Lenin bautizaron una colonia de la Alcaldía de Álvaro Obregón como Conciencia proletaria? ¿Habrían de repatriarse los restos de Porfirio Díaz enterrados en Montparnasse, hacer un monumento a Cortés o rescatar a Santa Anna del panteón de los traidores a la patria? Dado que gobernará la izquierda, ¿no habría que nombrar una calle o una plaza Plotino C. Rhodakanaty, fundador de la primera organización de ese signo en el país (La Social)? Todo esto exigiría una política de la memoria que, asumo, sería competencia de la Secretaría de Cultura y no de Gobernación, como ocurre con los archivos nacionales. Por cierto, con el cambio de gobierno, ¿podríamos consultar libremente los documentos sobre los movimientos sociales y la represión estatal o nos quedaremos únicamente con los buenos deseos manifestados con motivo del cincuentenario de Tlatelolco?

No considero que la manera óptima de descentralizar la cultura sea enviar la secretaría respectiva a Tlaxcala, como tampoco creo que cambiar el uso de los Pinos desacralice el poder. Tendremos, como sucede con los gobiernos de las entidades federativas, representaciones de las secretarías en la Ciudad de México y a funcionarios ausentes, en comisión perpetua en la capital. Por tanto, sugiero federalizar la política cultural con el propósito de construir distintos centros —no idénticos, en todo caso adecuados a las necesidades regionales y locales— que sirvan de instancias de interlocución entre creadores y consumidores de los bienes culturales con las autoridades del sector.

Insistiría en la federalización a partir de un ejemplo que me parece venturoso: las librerías Educal (es menos feliz el de las bibliotecas públicas, que ni siquiera aceptan donaciones privadas porque carecen de espacio o no disponen de personal para clasificar los textos). Las visito para adquirir los títulos de las invaluables colecciones de autores mexicanos publicadas por la Dirección General de Publicaciones, ediciones que por cierto nadie más hace, son fundamentales para recuperar la cultura nacional y han tardado lustros en completarse, no digamos en editarse por lo exiguo de los presupuestos de Cultura, invariablemente en la primera línea de lo sacrificable en cada recorte del gasto federal —aprovecho para preguntar ¿cuándo repararán las goteras que obligaron al cierre temporal de la biblioteca del Museo Nacional de Antropología e Historia, con su importante acervo colonial y las bitácoras de las exploraciones arqueológicas?—. ¿En dónde si no en Educal podría encontrar los 31 volúmenes de las obras completas de Guillermo Prieto que llevó media vida a Boris Rosen reunir; las de Altamirano, compiladas por Nicole Giron Barthe; o las de Ricardo Flores Magón, a cargo de Jacinto Barrera Bassols? Ese es el caso de alguien que habla desde el privilegio, pero ¿qué harían en Chilpancingo, Mérida, Veracruz y Pachuca sin Educal?, esto por no mencionar a las localidades más pequeñas o apartadas. Las librerías comerciales no se instalan allí. En consecuencia, el acceso no sólo a las ediciones de la Secretaría de Cultura, sino a los libros en general, es gracias a que hay una librería del Estado cumpliendo una función social. Que no sea suficientemente rentable no implica un desperdicio, el verdadero desperdicio sería dejar a los potenciales lectores sin volúmenes que leer.

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